martes, 11 de diciembre de 2007

Derecho a no sufrir violencia y administración de justicia: El nuevo diseño judicial

Leticia Lorenzo


Todas las personas tienen derecho a no sufrir violencia de ningún tipo. A primera vista, este derecho, expresado en el Art. 15 II de la Nueva Constitución Política del Estado, parece una utopía. Y de hecho podría convertirse en eso, si no comenzamos, desde este mismo momento en que se encuentra aún en debate el texto constitucional, a operativizarlo interpretando las normas orgánicas de la Constitución en sentido de cumplir con la enunciación del Artículo en estudio.

En estas líneas, procuraremos enunciar algunos puntos a considerar con relación a la administración de justicia y su obligación, a partir de la nueva Constitución, de gestionar la conflictividad cumplimentando el derecho a la no violencia.

Podría afirmarse que la administración de justicia siempre ha operado de forma de prevenir la violencia, ya que su fin es justamente el de redefinir los conflictos en términos pacíficos evitando que los ciudadanos lleguen a resultados violentos a partir de las diversas situaciones problemáticas a las que pueden llegar a enfrentarse. Y si entendemos a la función judicial como aquella que está llamada a proteger al ciudadano de los posibles abusos de poder de parte de las otras funciones del Estado, con más razón podría entenderse que aquella ha sido su finalidad de siempre: prevenir la violencia.

Pero si comenzamos a analizar en funcionamiento mismo de la administración de justicia, nos encontraremos con que es una realidad de la actualidad que, pese a esa finalidad declarada, en su accionar genera situaciones de violencia. El hecho de que uno de los dichos populares más extendidos al referirse a la justicia sea el que establece que es preferible un mal arreglo a un buen juicio ya nos da una pauta de lo que la población siente con relación a la administración de justicia: desconfianza. La estructura que se ha dado al Poder Judicial y a los procedimientos específicos para la gestión de la conflictividad ha llevado, desde nuestro entender, a esta situación de separación entre la población y la administración de justicia. De una parte, tenemos a un Poder Judicial verticalizado y alejado de la ciudadanía, desde su cultura institucional y hasta desde su arquitectura, que expulsa al ciudadano antes de invitarlo a someter sus disputas a la resolución pacífica pregonada desde la administración de justicia. De otra parte, encontramos unos procedimientos secretos, morosos, formalistas y alejados de la realidad del ciudadano e incluso de su propia comprensión. Una terminología inventada al servicio de los profesionales del derecho y diseñada para que el ciudadano se sienta un ajeno. Una burocracia formalista basada en procedimientos escritos, sobre los que la población no puede ejercer ningún control. Si bien en materia penal se ha intentado un avance hacia una mayor participación y control ciudadanos, a partir de la instalación de procesos orales, no podemos obviar la situación de que la mayor parte de los procedimientos iniciados en los tribunales llevan años, cuando no décadas, generando costos que van más allá muchas veces de la pretensión por la que se iniciaron los procedimientos.

Si la situación descrita, que es la situación actual de nuestra justicia, no es una situación de violencia para el ciudadano (y recordemos que el Art. 15.II establece el derecho a la no violencia tanto en la vida familiar como en la vida social), habría que preguntarse cuál es el calificativo que le cabe a una administración de justicia que ha llegado a este punto de divorcio con la población. Ante esto, la Nueva Constitución Política del Estado ha establecido, en su parte orgánica, en el Título referido a la administración de justicia (órgano judicial y tribunal constitucional plurinacional) una serie de principios para el ejercicio de la función judicial que, desde nuestro punto de vista, posibilitan el cumplimiento, en este ámbito específico, del derecho de la ciudadanía a una vida libre de violencia.

En primer lugar, encontramos entre los principios establecidos por el Art. 188 una referencia a los de pluralismo jurídico, interculturalidad y armonía social. Este establecimiento inicial ya muestra una coherencia con el derecho establecido en el Art. 15, en sentido que a partir de los mismos se está posibilitando que el derecho a la diferencia vea reflejada en la organización del Estado la posibilidad de gestionar la conflictividad no ya desde una sola posibilidad de solución, sino antes bien tomando en cuenta las distintas soluciones posibles que pueden darse a un mismo conflicto y que dependerán, principalmente, de las partes involucradas, su tradición cultural, sus principios y sus costumbres. El establecimiento del pluralismo jurídico y los principios que de él se derivan constituye un avance inconmensurable en términos de posibilitar el respeto por el derecho a la no violencia, ya que a partir de esta norma constitucional se permite el diseño de un órgano judicial que respete la diversidad y que trabaje en función a la misma, no imponiendo sanciones o soluciones de acuerdo a parámetros homogeneizantes, sino a partir del conocimiento de la realidad específica de los involucrados en el conflicto. Tenemos entonces, en el inicio mismo del diseño de la función judicial, una marcada tendencia hacia la no violencia de parte de esta función y el respeto por el ciudadano como centro de atención y prioridad.

En segundo lugar, con relación al diseño de los procedimientos para el cumplimiento de la función judicial, encontramos un gran avance también en pro del respeto al derecho a la no violencia: el Art. 190.I establece, entre los principios procesales que deben regir el accionar jurisdiccional a la oralidad. Esto puede parecer una cuestión menor a primera vista, pero consideramos que no sólo no es tal, sino que debe convertirse, en el diseño concreto de procedimientos posteriores, en un pilar del ejercicio de la jurisdicción. Como señalábamos líneas arriba, la escritura ha generado y genera hasta nuestros días innumerables situaciones que podríamos calificar como violentas para el ciudadano: un lenguaje incomprensible que debe ser “traducido” por abogados que se convierten en expertos en trámite de papeles antes que en gestión de conflictividad y atención al ser humano; una separación entre los jueces y la ciudadanía, donde el juez rara vez conoce a las partes en conflicto, ya que está ocupado, en el mejor de los casos, en “estudiar el expediente”, ya que sabemos que ese estudio del expediente es realizado en general por un auxiliar del juzgado que elaborará el proyecto de resolución para que el juez simplemente estampe su firma, con el consiguiente efecto de que tenemos resolviendo conflictos a personas distintas de las establecidas constitucionalmente (los jueces) y asumimos a la delegación de funciones como una cuestión normal, cuando es una práctica totalmente reñida con la ley; una desresponsabilidad de parte de los funcionarios judiciales, que no asumen sus decisiones como formas de afectación a la vida de los ciudadanos, sino que entienden que son parte de una maquinaria donde las responsabilidades se diluyen y nunca nadie tiene la culpa de nada; procesos tremendamente largos y engorrosos, cargados de formalidades y obligaciones para el ciudadano que van más allá del sentido común en muchos casos (exigirle que vaya una y otra vez a los tribunales a ver el estado de su causa cuando a veces se trata de personas que no pueden pagar el transporte, exigirle que contrate a un abogado que tramite su proceso cuando las condiciones económicas apenas le permiten cubrir sus necesidades básicas, exigirle pruebas más allá de lo normal que terminan generando un laberinto del que el ciudadano no sabe cómo salir, etc.).

La cultura de la escritura ha sido y es, desde nuestro punto de vista, una forma de violencia sistematizada de parte de la administración de justicia que ha generado un descreimiento casi absoluto de parte de la población en la instancia judicial como herramienta de pacificación de la conflictividad. En los procesos escritos, el principal protagonista no resulta ser la persona: es el expediente. Se rinde un culto al expediente, que ocultando los rostros humanos de quienes se encuentran detrás del cúmulo de papeles que se acumula en los juzgados sin mayor sentido que el de generar burocracia, define la vida de miles de ciudadanos en forma lenta e ineficaz, sin tomar en consideración los verdaderos intereses y las posibilidades de solución existentes para las personas que se encuentran en conflicto.

Ante esta situación, que la Nueva Constitución Política del Estado establezca como principio procesal el de la oralidad es un acto que no sólo muestra coherencia con relación al derecho establecido por el Art. 15.II de dicho texto, sino que además da una señal valiente en sentido de marcar la necesidad de un cambio radical en la forma de llevar adelante los procedimientos judiciales. La oralidad trae la ventaja de acercar verdaderamente la justicia al ciudadano (y nótese que no decimos “acercar el ciudadano a la justicia” ya que no será el ciudadano el que deba esforzarse por comprender a los jueces y abogados, sino que serán estos los que deberán trabajar al servicio del ciudadano y sus intereses). Si hablamos de oralidad necesariamente tenemos que hablar de audiencias donde el juez se encuentre cara a cara con los interesados, los escuche, decida sobre la base de lo que escuche y les explique los fundamentos de las decisiones que tome. Y ello conlleva la obligación tanto de jueces como de abogados de abandonar ese lenguaje barroco que han construido y perfeccionado con la escritura, cambiándolo por un lenguaje llano, que permita al ciudadano no sólo participar formalmente, sino hacerlo realmente, comprendiendo las dimensiones de cada uno de los asuntos que se discuta. La oralidad permite también el control ciudadano: si establecemos un sistema oral, un sistema de procedimientos a partir de audiencias, ello implica que permitiremos el control de parte de la ciudadanía sobre las decisiones que se asuman en dichas audiencias; y aquí no podemos olvidar mencionar que otro de los principios procesales establecidos en el Art. 190. I. de la Nueva Constitución Política del Estado es el de la publicidad. La oralidad posibilita la publicidad, en tanto las audiencias orales son espacios a los que la ciudadanía puede concurrir para enterarse cómo se están produciendo los actos de gobierno. Y aquí hay que tener muy en cuenta que el control ciudadano es un derecho que surge del principio republicano, que obliga a los administradores del poder público a dar cuentas a la población, al soberano, de sus actos. Las resoluciones judiciales, como actos emanados de un poder público, deben ser controladas y la oralidad posibilitará, sin lugar a dudas, que ese control pueda darse.

Vemos entonces que nos encontramos ante un gran desafío, cuyas bases están sentadas por el nuevo texto constitucional: rediseñar los procesos judiciales de forma tal de permitir que la oralidad sea un verdadero principio rector, que la población pueda controlar las decisiones judiciales y, no podemos olvidar este punto de fundamental importancia, que las características culturales sean un aspecto de consideración para la definición de la mejor solución al conflicto que se presente ante la administración de justicia. Las leyes orgánicas que se dicten en materia judicial tendrán que adecuarse a estos mandatos constitucionales y posibilitar una administración de justicia que le devuelva al ciudadano la confianza en la justicia y haga efectivo, en el ámbito judicial, aquel derecho de toda persona a vivir libre de violencia.

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