jueves, 17 de enero de 2008

¡Qué vivan los expertos!

Según el Diccionario de la Real Academia Española, "experto" significa "práctico, hábil, experimentado"... y como necesitamos siempre expertos, para todo, vengo ahora a desayunarme con la maravillosa idea que han tendio los divinos gobernantes: crear una comisión de "expertos constitucionalistas" para dar revisión al texto constitucional.
Cada departamento designará a su experto, que seguramente será un abogado con mucho conocimiento de derecho constitucional y así pasaremos de tener un texto pensado desde las necesidades e intereses de los distintos sectores que participaron en la asamblea constituyente a tener un pulcro y ordentado texto pensado por abogados.
¡Pero qué cosa más maravillosa! Me emociona tanto imagen que me hago de los expertos constitucionalistas debatiendo el texto, seguramente le darán más vida, más fuerza, más coraje a la letra del constituyente. Para el que no lo entienda claramente, la frase antes escrita ha sido pensada en forma irónica. Porque no logro compatibilizar en mi cabeza la idea de una constitución "del pueblo" con la nueva idea de una constitución revisada y compatibilizada por "expertos constitucionalistas". Y como no podía ser de otra forma, los dos emisarios del gobierno para la comisión, deben ser abogados.
Entonces, ya está listo el pato: los abogados expertos se reúnen para discutir y compatibilizar el texto constitucional y generar futuros debates, discusiones y ganancias para otros abogados expertos que interpretarán la discusión y compatibilización de los primeros abogados expertos y generarán miles de formalidades y tinterilladas para que los miles de abogaditos de escritorio hagan su pequeño negocito y sigan inventándole a la gente que son ellos los llamados a resolver sus problemas... porque después de todo ¿si los llamamos para que arreglen nuestra constitución, por qué no los vamos a llamar para que solucionen nuestros problemas?
Lo bueno de toda esta historia es que yo soy abogada, así que le agradezco profundamente al gobierno su desprendimiento para con mi gremio, que nos permitirá seguir maejando la poderosa herramienta de la ley y la constitución como si fuera una posesión nuestra y no una creación colectiva.
Gracias por obviar esa idea de la "constitución del pueblo" (imaginen eso!) y dejar en manos de los "expertos" la discusión de fondo, sobre el diseño del texto constitucional. Porque imagino que nadie tomaría la definición de experto de la Real Academia Española pensando que si la Constitución Política de un estado es un pacto político de convivencia entre los miembros de ese estado, y un experto es una persona práctica, hábil, experimentada, no sería necesario recurrir a los abogados para resolver el intríngulis sino que sería más fácil y productivo preguntarle a los ocho millones de bolivianos qué vida quieren tener y cómo quieren convivir de aquí en adelante; porque ¿quién más experto que cada uno de los ciudadanos de este país para definir cómo quiere que su vida sea?
No. Mejor que sean los abogados. Los doctores. Los que estudiaron. Que ellos arreglen nuestros problemas y nos den luz en el camino... ¡qué vivan los expertos!

miércoles, 16 de enero de 2008

PAUTAS PARA LA PLANIFICACIÓN DE UNA ESTRATEGIA NACIONAL DE PERSECUCIÓN PENAL PÚBLICA - SEGUNDA PARTE

Planificación estratégica de la persecución penal pública

Cuando hablamos de planificación estratégica nos referimos a un programa o proyecto que debe prever de manera anticipada las posibles soluciones a los diferentes comportamientos que pueda presentar un sistema, para coordinar un conjunto de acciones y elementos que permitan encaminar las soluciones previstas. Es recomendable que la elaboración de la planificación estratégica de la persecución penal pública esté a cargo de una unidad técnica al interior del Fiscalía General de la República (Unidad de Política Criminal) que coordine con otras unidades de dicha institución.

El proceso de planificación se erige en función a dos componentes, por una parte las directrices de política criminal y por otra los requerimientos institucionales necesarios para su aplicación. Con relación al primero deberán considerarse parámetros que posibiliten priorizar la persecución de delitos con relevancia social (ya sea por su gravedad, por su carácter pluriofensivo de bienes jurídicos, por su afectación al Estado y a su patrimonio, por su grado de complejidad investigativa, entre otros). Respecto al segundo componente, dicha priorización deberá contar con ciertos mecanismos adecuados para su aplicación, como por ejemplo unidades específicas con equipos de trabajo que permitan filtrar aquellas causas relevantes de otras que no lo sean tanto, y puedan optar por una resolución distinta al juicio oral.

En el anterior párrafo mencionábamos a manera de ejemplo cómo se integran ambos componentes en el proceso de planificación. Sin embargo, como todo proceso deben analizarse una serie de datos y variables que en el caso concreto de la persecución penal pública deben ser evaluados periódicamente. Como no es nuestro propósito realizar una exposición detallada de todos estos elementos (que además no estamos en condiciones de hacerlo, puesto que implicaría la aplicación de conocimientos técnicos en la materia, como la ciencia de la administración, la economía, la estadística), nos circunscribiremos a exponer algunos criterios rectores para la persecución penal pública y la aplicación de salidas alternativas, que consideramos indispensables como punto de partida.

En esta primera parte efectuaremos algunas consideraciones que deben revisarse al momento de elaborar las directrices de política criminal para la persecución penal pública. En la segunda parte, nos referiremos a determinadas condiciones institucionales indispensables para la aplicación de la planificación estratégica.

Criterios de priorización en la persecución penal pública: Delincuencia convencional y otras formas de criminalidad

Si revisamos las estadísticas policiales sobre el fenómeno criminal en Bolivia durante los últimos cinco años, llegamos a la conclusión de que la gran mayoría de los delitos que conoce el sistema penal son evidentemente convencionales, aspecto que fue ampliamente corroborado por las entrevistas realizadas a policías, fiscales, jueces y abogados defensores de diferentes regiones del país.

Entre el año 2001 y 2004 la delincuencia convencional se ha concentrado casi de manera uniforme en delitos patrimoniales y delitos menores[1]. Más de la mitad de los delitos que ingresan al sistema pertenecen a las divisiones de propiedades y económico financieros, que si le damos nombre y apellido son robos, hurtos, estafas y estelionatos (delitos patrimoniales). Otra buena parte está constituida por delitos menores, que si les damos nombre y apellido son lesiones graves y leves, amenazas y falsedad material (delitos menores). Esta constatación nos permite establecer dos conclusiones importantísimas para definir los criterios de priorización a utilizarse:


Ø La creencia generalizada de que los delitos violentos y pluriofensivos (homicidios, asesinatos, violaciones, corrupción pública, organizaciones criminales) son los que acaparan la actividad del sistema penal, es un mito.
Ø La creencia generalizada de que la investigación de la mayoría los delitos que ingresan al sistema es una tarea compleja que requiere grandes desplazamientos, recursos, pericias y personal especializado, es igualmente un mito.


Bajo estas premisas, es factible estructurar criterios racionales para la priorización de los casos que el sistema debe perseguir penalmente enfocando sus esfuerzos y recursos en dicha tarea, dejando un margen de acción para tomar otro tipo de decisiones en los casos que no está obligado a perseguir penalmente.

En este sentido, los criterios pueden enunciarse de la siguiente manera:


Ø El principio de legalidad procesal debe ser aplicado de acuerdo a las características del caso concreto y cuando sea estrictamente necesario, no en función a concepciones puramente abstractas o morales.
Ø Debe abandonarse definitivamente las ideas de “Orden Público” y “Defensa de la Sociedad” como justificativos simplistas para centrar la persecución penal pública en la delincuencia convencional y perder de vista las otras formas de criminalidad.
Ø Abandonar las ideas de “Orden Público” y “Defensa de la Sociedad” implica también reducir la selectividad de la persecución penal pública respecto a sectores vulnerables de la sociedad. Para ello, debe aplicarse estrategias diferenciadas ante las diversas formas de delincuencia distribuidas entre todos los grupos sociales.
Ø De acuerdo a las características del fenómeno criminal en nuestro país no todos los delitos merecen el mismo tratamiento y por tanto, la mayoría no deberían ir a juicio sino buscar otra forma de resolución. Se trata en definitiva de filtrar las causas, para que los fiscales reciban casos “investigables”.
Ø La finalización de una causa penal durante la etapa preparatoria, de acuerdo a lo establecido en el CPP, debería consistir en:
a) La desestimación (rechazo) de la causa en forma temprana, debido a que el hecho que se denuncia no existió, no constituye delito, que el sindicado no tuvo intervención alguna en el mismo, que exista un obstáculo legal, o que por las características del caso es materialmente imposible su investigación;
b) La resolución del conflicto penal. Por un lado, esta resolución puede consistir en la aplicación de una salida alternativa en forma oportuna, ya que si bien el delito en teoría puede ser llevado a hasta sus últimas instancias, ello es injustificable para el sistema en su conjunto. Por otra parte, la resolución del conflicto penal puede derivar en la investigación de la causa por razones de gravedad o relevancia social, hasta la presentación de la acusación para juicio oral.
Ø Por razones de orden político, económico, ético y social, el Estado boliviano está en la obligación de redireccionar la investigación criminal y el enjuiciamiento hacia el ámbito delincuencia no convencional.


A manera de síntesis, es posible manifestar que el fundamento político criminal del principio de oportunidad y en general de las salidas alternativas orienta su aplicación al ámbito de la delincuencia primaria y convencional.

En cambio, el fundamento político criminal del proceso penal direcciona la persecución penal pública hacia otras formas de criminalidad que actualmente representan un sector minoritario en términos cuantitativos. Estas otras formas de criminalidad contemplan los denominados delitos violentos y pluriofensivos, los delitos de cuello blanco o delitos económicos (incluidos las quiebras fraudulentas), los delitos de corrupción pública, los delitos sexuales y los cometidos por el crimen organizado (tráfico mayorista de sustancias controladas, lavado de dinero, trata de personas, tráfico de órganos y contrabando).

[1] La delincuencia convencional a la que hace mención abarca a los delitos contemplados en el Código Penal. No entran dentro de esta categoría delitos de la Ley 1008 ni delitos aduaneros a pesar de que esta clase de delitos son de conocimiento del nuevo sistema procesal penal. Ello en a razón a que no existen estadísticas periódicas sobre el flujo de causas de las instituciones respectivas. Por los datos que se han podido revisar puede deducirse que en el caso de delitos sobre sustancias controladas el grueso son tráfico y transporte menor, que además son cometidos por agricultores, conductores, comerciantes, estudiantes y amas de casa.

PAUTAS PARA LA PLANIFICACIÓN DE UNA ESTRATEGIA NACIONAL DE PERSECUCIÓN PENAL PÚBLICA - PRIMERA PARTE

Cuando hablamos de planificación estratégica de la persecución penal pública, nos estamos refiriendo a dos elementos que componen dicha planificación. Por un lado, la política criminal en estricto sentido, tal como la hemos descrito líneas arriba; por el otro lado, las condiciones o requerimientos institucionales necesarios para la aplicación de los contenidos definidos por la política criminal.

En este entendido, dijimos que para el diseño de una política criminal acorde a la realidad de un país primeramente debía conocerse su objeto: el fenómeno criminal en Bolivia. Mencionamos también que la política criminal es un proceso complejo y dinámico a la vez, que incorpora una serie de elementos para lograr sus fines. Uno de estos fines es la represión del delito, entendido como la persecución y sanción del mismo mediante los órganos encargados al efecto. Por lo general, el diseño de la política criminal se traduce en leyes penales sustantivas y procesales, así como en leyes orgánicas de las instituciones encargadas de su ejecución.

En este punto expondremos ciertas pautas que consideramos elementales para la elaboración de una política criminal represiva concordante con el Estado Social y Democrático de Derecho, que tenga siempre presente al principio de oportunidad como su contrapartida. Por ello, la mayor o menor eficacia de una política estatal de persecución y sanción del delito dependerá en gran parte de la planificación estratégica que deban llevar adelante los órganos estatales encargados de aplicar la ley penal al caso concreto.

Si bien el diseño de la política criminal represiva de un Estado involucra al Poder Legislativo, el Poder Judicial, Ministerio Público y las instancias respectivas del Poder Ejecutivo (Policía y Régimen Penitenciario principalmente)[1], la elaboración de la política de persecución penal pública (como una parte integrante de la política criminal represiva) es en buena medida, tarea del Ministerio Público.

De acuerdo a las características y funciones que atribuye el nuevo sistema procesal penal al Ministerio Público en el caso boliviano, la responsabilidad de la planificación estratégica de la persecución penal pública recae sobre ésta institución (la ley establece que el titular de la acción penal pública es la fiscalía y que por regla general debe ejercer la misma de oficio y en forma obligatoria, salvo las excepciones establecidas en la ley; Arts. 16º, 20º, 70º y 72º del CPP; Arts. 3º,5º, 6º, 7º y 14º de la Ley Nº 2175 Ley Orgánica del Ministerio Público, en adelante LOMP). La Policía como organismo investigador juega también un papel determinante en la colaboración y coordinación de los lineamientos de dicha planificación.

Específicamente, es el Fiscal General de la República el encargado de determinar, en coordinación con los otros poderes del Estado, la política criminal del país; determinar la política general de la institución y los criterios para el ejercicio de la persecución penal; unificar la acción del Ministerio Público y establecer las prioridades en el ejercicio de sus funciones (Art. 36 núms. 3, 4 y 5 de la LOMP), todo esto en el marco de los principios de unidad y jerarquía que rige a la institución.

Los lineamientos de la política criminal es uno de los componentes de la planificación de la persecución penal pública. La implementación de la reforma en estos primeros años nos dejó como lección que trabajar con un plan que centralice sus esfuerzos en otorgar las condiciones mínimas (adecuación normativa, capacitación, difusión y fortalecimiento institucional) no es suficiente para un apropiado funcionamiento del sistema[2]. La sobrecarga de trabajo que se refleja en los altos índices de congestionamiento del sistema, la reducida capacidad de terminar las causas que ingresan, la escasa aplicación de salidas alternativas y la duración excesiva de la etapa preparatoria son entre otros, los problemas recurrentes que se han podido identificar.

Es necesario además contar con modelos que permitan gestionar eficientemente la carga de trabajo; desarrollar metodologías de trabajo afines a un sistema acusatorio que sean más dinámicos y menos formales; brindar una atención oportuna y de calidad a la víctima; instaurar procesos de interacción entre los actores del sistema y de éstos con otros organismos auxiliares; establecer metas de productividad y controles para verificar las mismas; diseñar un sistema de evaluación y de seguimiento de los procesos anteriormente descritos destinado a la corrección de los mismos. Todos estos elementos forman parte del otro componente de la planificación de la persecución penal pública: los requerimientos institucionales.

Probablemente, estos elementos no fueron considerados al momento de diseñar el plan de implementación de la reforma por su desconocimiento. Los modelos de gestión, los procesos de trabajo y el establecimiento de metas e indicadores de la productividad del sistema son tan importantes como el diseño de la política criminal misma. Tradicionalmente, la respuesta de los abogados ante las dificultades vinculadas a la gestión es una mayor asignación de recursos humanos y financieros, lo que en parte es cierto, pero también es evidente que los problemas no se originan solo por la carencia de recursos, sino por una incorrecta administración de los recursos con los que se cuenta.

En síntesis, la planificación de una estrategia nacional de persecución penal pública necesariamente debe considerar dos componentes elementales: el diseño de una política criminal de acuerdo a criterios de priorización y selección de causas y; la consideración de los requerimientos institucionales indispensables para la aplicación de las directrices de política criminal. En adelante, desarrollaremos algunas pautas que consideramos básicas para la planificación de una estrategia nacional de persecución penal pública, que como mencionamos, es responsabilidad primordial del Ministerio Público y por tanto, las recomendaciones que se efectúen en adelante estarán destinadas hacia dicha institución.

[1] En teoría, estos órganos deberían articular coherentemente sus planes institucionales en función a objetivos comunes preestablecidos.
[2] El Comité Ejecutivo y el Equipo Técnico de Implementación en lo relativo al fortalecimiento institucional trabajaron en dotar mayores recursos (financieros y humanos) para la entrada en vigencia del CPP. Asimismo, se buscó conseguir infraestructura y mobiliarios a los operadores del nuevo sistema (fiscales y jueces principalmente), sin considerar otros aspectos indispensables como nuevos modelos de gestión y el diseño de nuevas metodologías de trabajo acordes a un sistema adversarial.

Política Criminal, Proceso Penal y Principio de Oportunidad.

Hasta aquí hemos utilizado el término política criminal como sinónimo de los justificativos en que se basa la ley penal (sustantiva o procesal) para su aplicación, o bien como los fines útiles a la que está destinada. Si bien ello no es incorrecto, sólo muestra un aspecto parcial del concepto. Entonces es necesario revisar algunas definiciones sobre lo que se entiende por política criminal.

Binder[1] señala que “La Política Criminal comprende, en consecuencia, el conjunto de decisiones relativas a los instrumentos, reglas, estrategias y objetivos que regula la coerción penal, y como tal, forma parte del conjunto de la actividad política de una sociedad”. Cuando hablamos de política criminal, estamos refiriéndonos a decisiones de poder. Estas decisiones por lo general consisten en técnicas de lucha contra la criminalidad, esto es, un conjunto de actividades encaminadas a reducir el delito. Kaiser por su parte, dice que la política criminal “pretende la exposición sistemáticamente ordenada de las estrategias y tácticas sociales para conseguir un control óptimo del delito”[2].

Dichas decisiones políticas, pueden consistir en estrategias y tácticas normativas (que comprende el proceso de criminalización) cuyo objetivo es la sanción del delito. Por otro lado, las decisiones pueden traducirse en políticas sociales con miras a prevenir el crimen. En este sentido, tenemos las dos finalidades de la política criminal: la represión del delito y la prevención del delito. Reprimir el delito es la intervención ex - post, después que el delito se ha producido, pero castigar al sujeto que lo ha realizado. Prevenir el delito es la intervención ex – ante, antes que el delito se produzca, para evitar que este suceda atacando sus causas individuales y sociales. [3]

Para desarrollar las finalidades de la política criminal se pone en funcionamiento diversos recursos que pasan por instituciones, técnicas de investigación, prácticas médicas y psiquiátricas, sistemas de planificación, controles sociales primarios como la educación, entre muchos otros.
De lo expuesto hasta el momento, podemos deducir que la política criminal es un fenómeno complejo, múltiple y dinámico, ya que es esencialmente político. Como bien expresa Binder, no constituye un fenómeno simple, todas sus decisiones desencadenan un proceso social. La diversidad de los sujetos que intervienen en la producción de la política criminal, hace que, en realidad, no sea del todo correcto pensar que su única fuente es el Estado. Una consideración estática de ésta política suele dar lugar a una visión simplista. Por el contrario la política en general refleja las diversas luchas por el poder en el marco de la sociedad y el Estado, que se manifiestan en pactos y hegemonías, en acuerdos o disensos, que direccionan la política en su conjunto, por consiguiente la política criminal.

Proceso Penal y Principio de Oportunidad

Con un criterio casi uniforme se dice que la finalidad del proceso penal es la averiguación histórica de la verdad en relación al hecho concreto y en su caso, hacer efectiva la sanción. Aunque nuestro CPP no establece dicha finalidad de forma expresa, se deduce del contenido de su regulación (Arts. 171, 277, 329 y 428).

Si revisamos lo anterior, llegamos a la conclusión que la finalidad de la etapa preparatoria es coherente con la finalidad del proceso penal, porque su fundamento radica en un enfoque clásico de la política criminal represiva, que encuentra sus raíces en las teorías absolutas de la pena[4]. Aunque hoy en día la pena tiene finalidades preventivas (vinculadas a las teorías relativas), como se puede apreciar en el Art. 25º del Código Penal y en el Art. 3º de la Ley Nº 2298, es innegable que el proceso penal tiene una fuerte herencia de las teorías absolutas de la pena, donde este cumple un rol preponderantemente represivo.

En otro sentido, una perspectiva contemporánea del proceso penal (por consiguiente de la etapa preparatoria) trasluce una política criminal alternativa, que si bien no renuncia a sus fines represivos, va a introducir nuevos elementos a partir de un sinceramiento del sistema penal con la realidad, reconociendo en primer término que el proceso de criminalización es altamente selectivo, pues se orienta a un cierto estereotipo de delincuente, llegando a afectar sectores vulnerables de la sociedad. En segundo término, admite que su capacidad de perseguir el crimen es muy reducida, ya que los delitos que conoce, no son todos los efectivamente cometidos (cifra negra). En tercer término, el sistema muestra una notoria incapacidad de hacer frente a la delincuencia de cuello blanco o crímenes de los poderosos, limitándose a perseguir la delincuencia convencional.

Finalmente, los resultados insatisfactorios sobre los fines preventivos que teóricamente persigue la pena (enmienda, readaptación y reinserción del delincuente) desnudan en buena medida el fracaso del sistema penal y el Estado respecto a su política criminal represiva. Producto de este sinceramiento del sistema penal, se produce un cambio sustancial en la noción que hasta entonces los juristas y legisladores tenían sobre la política criminal. Uno de estos cambios va a ser el paulatino abandono de los sistemas procesales inquisitivos y mixtos hacia sistemas de corte acusatorio durante el siglo XX. En este entendido, la incorporación del principio de oportunidad en estos nuevos procesos penales, como fundamento rector de las salidas alternativas, constituye una de las transformaciones fundamentales en los contenidos de la política criminal contemporánea.

Para referirnos al principio de oportunidad, previamente debemos hacer algunas consideraciones sobre el principio de legalidad procesal. Como dice Cafferata Nores, se ha conceptualizado a la legalidad como la automática e inevitable reacción del Estado a través de órganos predispuestos (generalmente la Policía y el Ministerio Público) que, frente a la hipótesis de la comisión de un hecho delictivo (de acción pública) se presentan ante los órganos jurisdiccionales, reclamando la investigación, el juzgamiento y, si correspondiere, el castigo del delito que se hubiera logrado comprobar.[5]

En este entendido, el principio de legalidad procesal es la respuesta a la idea de la retribución de la pena, por la que el Estado debe castigar sin excepción alguna cualquier violación a la ley penal. Esto como vimos anteriormente, no es otra cosa que el reflejo de una política criminal que considera a los principios como absolutos. Sin embargo, la realidad ha demostrado la imposibilidad material de sostener el principio de legalidad procesal: no todos los delitos son denunciados, ni todos son investigados, mucho menos todos son juzgados ni penados, lo que significa que en los hechos existen criterios de selectividad concientes o inconcientes, que niegan la vigencia de dicho principio.

El principio de oportunidad en este contexto constituye lo opuesto al principio de legalidad procesal, dado que va a permitir a los órganos estatales elegir en qué casos va a impulsar la actividad represiva del Estado y, en qué casos no lo va a realizar. Permite por tanto, racionalizar la selectividad “fáctica” del sistema penal que hemos mencionado líneas arriba, dejando fuera de aquel los hechos que por razones de política criminal o política procesal, aparezcan como menos necesaria o inconvenientes para su represión por parte del Estado. Asimismo, el principio de oportunidad permite que el esfuerzo investigativo se concentre en las conductas delictivas donde se requiera una efectiva presencia del sistema penal, pero fundamentalmente -y esto debe resaltarse con énfasis- constituyen un modelo de partes para la solución del conflicto, rescatando el interés de la víctima en la reparación del daño, en oposición a un derecho penal de la infracción.



[1] Binder, Alberto: “Introducción al Proceso Penal Acusatorio”, Gráfica Sur Editora S.R.L., Bs. As - Argentina, 1ª Edición, 2000, páginas 15 y ss.
[2] De Sola, Angel: “El Pensamiento Criminológico II”, Ed. Temis, Bogotá - Colombia, 1ª Edición, 1983, pág. 245.
[3] Sozzo, Máximo: “Seguridad Urbana y Tácticas de Prevención del Delito” en Cuadernos de Jurisprudencia y Doctrina Penal, Ad-Hoc, Bs. As. – Argentina, Nº 10, 2000.
[4] Las teorías absolutas o retributivas de la pena, ven a la sanción como un castigo justo al delincuente, donde el autor en ejercicio de su libertad lesiona un bien jurídico y por tanto el Estado está habilitado para causársele un mal que compense el mal (delito) que ha ocasionado. La pena en este sentido, está desprovista de cualquier utilidad (Ej. resocialización del delincuente) a diferencia de las teorías relativas de la pena. Resumiendo, en la perspectiva de las teorías absolutas de la pena, el proceso penal es considerado como un medio para la aplicación de ley penal, para la aplicación de una sanción justa.
[5] Cafferata Nores, Jose: “El principio de oportunidad en el derecho argentino. Teoría, realidad y perspectivas.”, Nueva Doctrina Penal – NDP, A/1996, pág. 4.

El proceso de criminalización

El proceso de criminalización[1]: Todas las sociedades contemporáneas que institucionalizan el poder punitivo del Estado, seleccionan a un reducido grupo de personas, a las que someten a su coacción con el fin de imponerles una pena. Esta selección punitiva se denomina criminalización que se lleva a cabo como resultado de la gestión de un conjunto de agencias que conforman el llamado sistema penal. Dicho proceso selectivo de criminalización se desarrolla en dos etapas, denominadas respectivamente, primaria y secundaria.

Criminalización primaria es el acto y efecto de sancionar una ley penal material, que incrimina la punición de ciertas personas. Es un acto fundamentalmente programático, pues enuncia que una acción u omisión debe ser penada. Por lo general, la criminalización primaria la ejercen (directa o indirectamente) agencias políticas (legislativo y ejecutivo), en tanto que el programa que establecen debe ser ejecutado por las agencias de criminalización secundaria (policías, fiscales, jueces, penitenciarias). Se ha dicho que es un programa tan inmenso, que nunca y en ningún país se pretendió llevarlo a cabo en toda su extensión, ni siquiera en parte porque es inimaginable.

Criminalización secundaria es la acción punitiva ejercida sobre personas concretas, que tiene lugar cuando las agencias policiales y fiscales detectan a una persona, a la que se atribuye la realización de cierto acto criminalizado primariamente, la investiga, la somete a la agencia judicial, efectúa un proceso, se discute públicamente si ha realizado dicha conducta y, en caso afirmativo admite la imposición de una sanción de cierta magnitud, que cuando es privativa de libertad se ejecuta por una agencia penitenciaria.

Del proceso de criminalización en su conjunto, nos interesa particularmente la criminalización secundaria por su implicancia directa con el proceso penal. En este sentido, se ha manifestado que la disparidad entre la cantidad de delitos que realmente acontecen en una sociedad y los que llegan al conocimiento del sistema es tan enorme que se la denomina como cifra negra u obscura, que en consecuencia no llegan a registrarse.

Asimismo, se afirma que por la limitada capacidad operativa de las agencias de criminalización secundaria, las mismas deben optar entre la inactividad o la selección, decidiéndose generalmente por la última. Dichas agencias son las encargadas de definir quiénes serán las personas que criminalice y, al mismo tiempo, quiénes han de ser las víctimas potenciales de las que se ocupe, pues la selección no sólo es de los criminalizados sino también de los victimizados. Si bien la selectividad de la criminalización secundaria opera de forma discrecional, no es menos cierto que también está condicionada por el poder de entidades externas como los medios de comunicación, los grupos de poder, los organismos internacionales, etc.

En la criminalización secundaria la regla general se traduce en la selección de hechos burdos o groseros (la obra tosca de la criminalidad: delitos contra la propiedad, delitos patrimoniales menores, tráfico minorista de tóxicos, lesiones leves) debido a que su detección es más fácil, presentándose de forma cotidiana. A este tipo de criminalidad se la conoce comúnmente como delincuencia convencional. De igual forma, la regla citada se refleja en la selección de personas que causen menos problemas, es decir, aquellas que por su incapacidad de acceder al poder político y/o económico, o a la comunicación masiva presentan menos resistencia a la persecución penal.

Los hechos groseros terminan siendo proyectados como los únicos delitos y las personas seleccionadas como los únicos delincuentes, que además contribuyen a la generación de un estereotipo de delincuente para la sociedad, con todos los prejuicios que ello implica, derivando en una imagen pública preconcebida del delincuente en base a componentes clasistas, racistas, estéticos, etc. Dicho estereotipo orienta la criminalización secundaria hacia los sectores vulnerables, es decir, los sectores de la sociedad que reúnen las características personales anteriormente descritas y por tanto se encuentran en situación de riesgo concreto frente a la selectividad del sistema penal.

El estereotipo en los hechos se convierte en el principal criterio selectivo de la criminalización secundaria, que condiciona el funcionamiento de los agentes en este proceso, ya que el sistema penal se presenta impotente frente a los delitos de cuello blanco (o crímenes de los poderosos), cuyo grado de afectación y consecuencias para la comunidad son evidentemente funestas, que se traducen en daños materiales (perjuicios económicos), llegando a alcanzar cifras astronómicas. En síntesis, puede manifestarse que la criminalización secundaria es producto de variables coyunturales y de tendencias definidas por agentes externos.

[1] Véase a Zaffaroni, Raúl: “Derecho Penal – Parte General”, Ed. Ediar, Bs. As - Argentina, 2ª Edición, 2002, pgs. 7 y ss.


La Etapa Preparatoria en el Proceso Penal. Antecedentes, naturaleza y fines.

La dogmática penal contemporánea sostiene que el proceso penal de raigambre adversarial está estructurado en cinco fases principales: La investigación o preparación; la etapa intermedia; el juicio o plenario; la impugnación y la ejecución de la sentencia, asignándole finalidades específicas a cada una de ellas. No obstante, la estructuración del proceso penal (en sus dos modelos paradigmáticos: acusatorio e inquisitivo) ha sufrido una serie de transformaciones a lo largo de la historia, cuyos matices también han variado de una cultura a otra, de un territorio a otro.

Nuestro Código de Procedimiento Penal vigente[1] (en adelante CPP), recoge en gran medida la estructura anteriormente descrita. Establece que el procedimiento común se divide en cuatro fases específicas: la etapa preparatoria; el juicio oral; la impugnación y la de ejecución penal. Cada un de éstas tiene funciones claramente diferenciadas. A continuación nos ocuparemos de forma esquemática de la investigación o etapa preparatoria.

Decíamos que el proceso de corte acusatorio contempla una etapa de investigación o preparación del juicio, aunque para ser exactos, el sistema adversarial más emblemático como lo era el germano no poseía dicha fase. De igual forma, el régimen inquisitivo en estricto sentido carecía de una etapa preliminar al juicio. En el primer caso, no existía una etapa investigativa porque la finalidad del proceso no era la averiguación histórica de la verdad, sino la reparación del daño causado a través del combate o enfrentamiento privado que el ofendido planteaba a su adversario. Aquí no se buscaba establecer quién decía la verdad, sino quién era el vencedor del proceso y por ende titular del derecho.

En el segundo caso, se dice que el proceso inquisitivo carecía de una etapa preliminar al juicio porque éste no existía en los hechos. El proceso inquisitivo al poseer un trasfondo profundamente religioso, tenía como objetivo el descubrimiento del pecado (posteriormente la infracción o delito) convirtiéndolo en una “batalla por la conciencia del individuo, donde la confesión representaba el precio de su victoria”. Por tanto, la indagación del delito abarcaba en los hechos la totalidad del proceso[2] que estaba acompañada por testimonios secretos y en su caso por careos de la misma índole. Obtenida la confesión del imputado, la condena operaba casi de forma automática, el juicio era un mero formalismo porque se limitaba a reproducir lo acumulado en el expediente durante la instrucción. El carácter expedito de este procesamiento fue la razón por la que se dio a conocer como sumario, cuya tramitación estaba a cargo del mismo juez que dictaba sentencia.

La etapa preparatoria que se conoce actualmente, encuentra sus raíces en el denominado sistema mixto, el mismo que tuvo su germen en la Francia revolucionaria a finales del siglo XVIII[3], consolidándose posteriormente en el Código de Instrucción Criminal de 1808. Esta yuxtaposición de los sistemas acusatorio e inquisitivo responde a la idea básica de disciplinar el proceso en dos etapas distintas, la primera de las cuales sirve para dar sustento a la segunda. Los elementos de prueba que se recogen durante la investigación sirven para dar fundamento a la acusación. Por su parte, la sentencia se apoya en los actos del debate que se presentan en el juicio que es la etapa central del juicio.

Como se dijo, en el sistema mixto la instrucción tiene por función proporcionar todos los elementos que permitan fundar la acusación y llevar adelante el juicio. Sin embargo, las particularidades de esta fase son distintas a la actual. En primer lugar, el juez es el director de la investigación y al mismo tiempo ejerce jurisdicción. En segundo lugar, el procedimiento es escrito, limitadamente contradictorio y público, ritualista y burocrático. En tercer lugar, los actos cumplidos en dicha fase no tienen ninguna autoridad probatoria en el juicio.

Hecha esta breve sinopsis histórica-política de la fase preliminar o etapa preparatoria, describiremos puntualmente su finalidad hoy en día, tanto teórica como normativa. El Art. 277 del CPP señala que “La etapa preparatoria tendrá por finalidad la preparación del juicio oral y público, mediante la recolección de todos los elementos que permitan fundar la acusación del fiscal o del querellante y la defensa del imputado”.

Podemos afirmar que la naturaleza de la etapa preparatoria en el CPP es de carácter organizativo, ya que permite sentar las bases para la realización de la siguiente etapa, esto es, el juicio oral. Paralelamente, tiene por fin un conjunto de actos (principalmente de investigación) que permitan fundamentar la acusación o en su caso excluir esta última y desestimar la causa (Art. 72). Cabe aclarar que los actos preparatorios constituyen el fundamento de la acusación y no así de la sentencia. Asimismo, la investigación evita el peligro que desaparezcan las pruebas del delito (sobre todo en los primeros momentos del proceso) o que el imputado consiga evadir la acción de la justicia.

Hasta el momento hemos descrito la naturaleza y fines de la etapa preparatoria en una perspectiva tradicional, que se orienta a la preparación del juicio. No obstante, se presentan situaciones en que el Estado por razones de política criminal decide prescindir de la persecución penal de ciertos casos que en condiciones normales deberían continuar su curso regular hasta el juicio oral. En otros casos y por las mismas razones, el Estado decide alterar el curso regular del procedimiento mediante su simplificación. En ambos supuestos, los mecanismos de solución de los casos no implican la realización del juicio oral. Dichos mecanismos se conocen comúnmente como salidas alternativas al juicio oral y constituyen también uno de los fines de la etapa preparatoria en su concepción más avanzada.


En síntesis, la etapa preparatoria del CPP está dirigida según el caso a:

Ø Fundar la acusación y garantizar la realización del juicio oral;
Ø Descartar la acusación y el juicio oral;
Ø Resolver el conflicto prescindiendo de la persecución o simplificando el procedimiento.


[1] Promulgado mediante Ley de la República Nº 1970 el 25 de marzo de 1999.
[2] Algunos autores han denominado como “instrucción preliminar” a la inquisición general y especial, tratando de equipararla a la etapa preparatoria, como si se tratase de categorías iguales o estrechamente similares, olvidando que la inquisitio no era otra cosa que un interrogatorio a un grupo de personas o al posible sospechoso. Este tipo de indagación se fundaba esencialmente en la intimidación que según el caso se transformaba en un tormento al indagado.
[3] La etapa preparatoria moderna nació con las leyes de 1790 y 1791 aprobadas por la Asamblea Constituyente que estructuraba el proceso en tres etapas: la información preliminar; el juicio sobre el fundamento de la acusación y; el debate oral.

sábado, 12 de enero de 2008

Juicio Político y Pensamiento Estratégico

Cualquier emprendimiento humano requiere un nivel razonable de pensamiento estratégico. Quienes inician un nuevo negocio saben que tienen que desarrollar una estrategia para introducir el producto al mercado, generar interés por el producto y lograr niveles de ingreso que viabilicen la sostenibilidad del negocio. En el ámbito deportivo, quienes dirigen a un equipo de jugadores (fútbol, básquet, o cualquier otro) saben que tienen que desarrollar una estrategia adecuada para ganar el campeonato, aprovechar al máximo los recursos humanos, materiales y financieros, reducir costos o riesgos innecesarios, aprovechar las oportunidades y reducir las amenazas. La misma lógica es aplicable en el campo militar, en el ámbito afectivo-personal y en cualquier otro ámbito donde exista un grupo de personas que persigan metas comunes (generar ingresos, ganar campeonatos o conseguir/mantener una pareja).

Donde hay metas compartidas, se requiere pensar estratégicamente. Si la estrategia que aplique el negocio es inadecuada éste quebrará y se clausurará. Si la estrategia del DT es inadecuada o si su capacidad de motivación a los jugadores es mínima por muy buena que sea la estrategia táctica, seguro que dicho equipo no saldrá campeón.

La actividad política no es otra cosa que una actividad de pleno pensamiento estratégico. Lo que la diferencia es que dicha actividad tiene mayor área de impacto. Una mala decisión política afecta negativamente a más personas que un campeonato perdido. Un político tiene la función de utilizar su autoridad para tomar decisiones que influyan o impacten significativamente en la vida de quienes están fuera de las esferas políticas. Lastimosamente, se ha generado la idea de que hacer política es el arte de justificar malas decisiones y reducir las posibilidades de crítica para mejorar la estrategia.

Se preguntará el lector, bueno, ¿y que tiene que ver el juicio político con el pensamiento estratégico? Para hacer eso voy a hacer una pregunta que puede resultar obvia y absurda pero que, considero necesaria para que la relación juicio político – pensamiento estratégico quede clara. ¿Quién tiene el poder de lograr una rendición de cuentas sobre las actividades de un tirano en ejercicio? Nadie. Las cuentas se exigen cuando el tirano pierde el poder, y es atrapado por quienes se lo han arrebatado (María Antonieta, Goering, García Meza, Juana de Arco, etc).

El juicio político, entendido como el espacio donde se evalúa si la estrategia del gobernante surtió o no los frutos esperados, es únicamente comprensible en un contexto donde el poder del político (gobernante) está condicionado por fuerzas estatales internas (otros poderes) y por fuerzas sociales (control popular). Este condicionamiento es esencial a la república y a la democracia. Algunas de estas fuerzas, históricamente han operado espontáneamente o “de facto” como es el caso de la Revolución Francesa y otras, operan sistemáticamente, con instituciones encargadas de dirigir este control y sus sanciones en sujeción a normas que le den orden y sentido (por ejemplo las interpelaciones del Congreso a los Ministros de Estado, los juicios de responsabilidades, las actividades de la Contraloría, etc).

La democracia es un sistema político cuya supervivencia depende directamente de la existencia de dicho control efectivo (intraestatal y popular), sea espontáneo o sistemático. De otra forma, podemos caer en el engaño de que el pueblo es soberano, pero solamente a través de su voto, una decisión deferida cada 2, 4 o 5 años y no una conducta de ejercicio constante y permanente. Una soberanía reducida al simple voto es pura ingenuidad. La democracia no puede reducirse al voto, porque se pierde en la campaña demagógica de la publicidad política idiotizante del proselitismo peguista. El grado de control social y la fiscalización de la función pública define la salud de una democracia. El control sobre la función pública ejercido desde la ciudadanía es el mecanismo más eficiente para evitar la arbitrariedad y el uso abusivo del poder (que siempre tiende al absolutismo y a la eliminación de límites y controles). El voto es el inicio de la expresión de la soberanía, y el control de la función pública es la condición necesaria para la democracia efectiva. De otra forma, si los poderes se controlan entre sí, sin participación popular activa (sociedad no – funcionaria), lo que existe es una aristocracia de burócratas que pugna por la soberanía “de facto” para gobernar sobre una sociedad apática que renuncia a su deber de control y ejerce su soberanía trucha únicamente en época de elecciones, y bajo la influencia del marketing político en desmedro de lo que deberían campañas de difusión sobre planes de gobierno que incluyan objetivos e instrumentos de evaluación a favor del pueblo.

El juicio político en consecuencia no es un “juicio” en el sentido de “proceso judicial”. El juicio político es el espacio para que el evaluador de un funcionario “tome examen” sobre los resultados de una gestión de gobierno. Es el momento para ver qué promesas se cumplieron o incumplieron y en qué grado. Es el momento para determinar si la persona encargada de ejercer la función pública (parlamentario, presidente, ministro, viceministro, director, juez, jefe de unidad, o portero) ha cumplido objetivos proyectados por dicho funcionarios sin vulnerar las leyes o las normas administrativas. Obviamente, si la evaluación es positiva, esa persona aprobará el examen (juicio político) y debería poder continuar postulando a ejercer la función pública. Si los resultados son negativos, dicha opción debería cerrársele temporal o permanentemente (destitución e inhabilitación) dependiendo de la gravedad del incumplimiento. Ojo: esta consecuencia no es una sanción, sino una medida preventiva para evitar que gente inidonea asuma la responsabilidad de la funciónpública.

¿Tenemos actualmente un sistema eficiente de juicio político para toda la estructura de la Administación Pública? No. Por varias razones:

1. Creemos que juicio político es lo mismo que juicio penal (Juicio de Responsabilidades) y que solamente se puede incumplir una gestión de gobierno cometiendo delitos. Si un funcionario comete delitos en el ejercicio de la función pública ello puede incidir o no en sus objetivos de gobierno por tanto el juicio penal (determinación de participación en un hecho ilícito sancionado con una pena) no necesariamente es un juicio político (examen de resultados).

2. El procedimiento del juicio penal que disfrazamos como juicio político de altas autoridades es ineficiente, burocrático y permisivo de manipulación política, por tanto no permite hacer una evaluación transparente, oportuna y completa de la gestión del funcionario enjuiciado.

3. No existe formulación de objetivos de gobierno, ni de los instrumentos con los que se medirá el cumplimiento de dichos objetivos. Lo que existe es un aparato discursivo que hace creer a la gente que tomar una medida política es cumplir un objetivo (Ej. Nacionalizar los Hidrocarburos). Si el objetivo no se expresa en términos de grado de satisfacción de una necesidad humana y biológica, no es un objetivo democrático porque excluye a su beneficiario: el ciudadano.

4. Existe poca o nula participación de la sociedad no funcionaria (ciudadanía) en la evaluación de los resultados de una gestión de gobierno. A esto se suma que ningún gobernante durante la campaña electoral o al asumir el cargo explica sus objetivos de gobierno (lo que hacen es anunciar medidas), menos aún se comprometen a ser evaluados conforme a dichos objetivos.

5. La legislación actual (Ley SAFCO y Ley del Estatuto del Funcionario Público) no requiere que se formulen objetivos de gobierno al inicio de una gestión, menos aún condiciona la vigencia de la función pública al cumplimiento de objetivos, por tanto, el gobernante promete medidas y si las cumple, califica su gestión como positiva, a pesar de que la medida no haya tenido impacto medible o significativo en el bienestar de la ciudadanía.

De lo anterior se concluye que, para fortalecer la democracia en el nivel de control social e impacto de la gestión pública en la vida de la gente común, es necesario introducir mecanismos jurídicos que sustituyan los mecanismos de “juicio político” de las leyes actuales (Ley Nro. 2445, Ley Nro. 2623, Ley SAFCO, Ley 2027, Ley de la Contraloría) e introduzcan mecanismos de juicio político como un instrumento de soberanía popular. Solamente cuando un funcionario esté públicamente condicionado a diseñar estrategias eficientes tendientes a cumplir objetivos concretos, medibles y evaluables en cuanto a salud, educación, alimentación, trabajo y seguridad, existirá menos margen para la demagogia y las promesas irresponsables, porque también existirá conciencia de que transcurrido cierto tiempo, el mismo pueblo beneficiario de dichos objetivos rendirá cuentas utilizando los instrumentos de evaluación expresados en la Constitución y las leyes. El proyecto para la nueva CPE ya ha dado un paso importante para el inicio de este proceso (Arts. 242 y 243). Consolidado este aparato de control popular, podremos hablar de que la democracia está siendo fortalecida y no solamente con el número de referéndums y elecciones que se realicen.

Esta es la sencilla misión de un Estado que se olvida o se diluye en el circo político: mejorar la calidad de vida de todas las personas en el país. Si desde la ciudadanía no empezamos este proceso de recuperación de la esencia de nuestra soberanía (capacidad de tomar examen a nuestros gobernantes y de condicionar su permanencia al cumplimiento de objetivos de gestión concretos) continuaremos en un círculo de frustración e impotencia ante la incapacidad funcionaria, la falta de idoneidad estratégica y sin herramientas para solicitar la destitución o revocatoria de funcionarios que no puedan cumplir sus promesas y que juegan codiciosamente con la esperanza e ilusiones de los votantes.

viernes, 4 de enero de 2008

Volver, volver y volver...

Aunque esto parezca el nombre de un tango muy conocido, lo cierto es que se trata de algo que quería compartir con ustedes en este café virtual. Acabo de encontrar entre mis viejos archivos un texto del que uno definivitamente, no se cansa de leer y releer. Por otra parte, como Lety hizo la promesa de aprender a no llorar éste año, aquí va la primera prueba.

El 20 de marzo de 2003, por aquel entonces, nuestro querido amigo Darío que trabajaba en el INECIP nos enviaba vía mail la Editorial para el lanzamiento del primer número de la Revista "No Ha Lugar", que entre copas y charlas amenas, fue una loca idea que se nos había ocurrido a varios de los que integrabamos el CEJIP en esa época. Si bien la revista sólo alcanzó a publicar el primer número, una de las cosas que más recuerdo con aprecio de ese tiempo, fue el ímpetu que se puso en el trabajo para armar la revista de la nada: insistir a la gente amiga para que escriba, buscar la forma de financiar su publicación, armar el equipo editorial, el diseño, las revisiones, etc.

Debo confesar que la Editorial estuvo lista mucho antes de los artículos que fueron publicados en la revista. Y mejor que fue así, porque recuerdo perfectamente ese nudo en la garganta que se me hizo al terminar de leer lo que escribió el Profesor Binder y la conviccción incuestionable, que en ese momento me había generado, de sacar como fuese esa primer número. Estimados, que la voz les quede ronca por decir las verdades que incomodan.


EDITORIAL


Es bastante usual dedicar la primera editorial de una nueva publicación a justificar las razones de ese emprendimiento. Incluso, hasta se suele pedir disculpas por animarse a lanzar ideas a la imprenta o, tímidamente, se deja deslizar la posibilidad de que la revista finalmente no tenga continuidad. Nada de eso haremos en esta presentación. Y no lo haremos porque existe en esa costumbre un error fundamental: pareciera que guardar silencio es un mérito, que dejar que las palabras mueran antes de salir un acto de prudencia y decir las verdades más elementales como en un susurro un signo de sabiduría.


Me parece importante comenzar esta públicación señalando con toda la fuerza que sea posible que la cuestión es exactamente al revés. Lo que se debe justificar –si ello es posible- es el silencio, el quedarse callado, el hablar con voz que no incomoda o las mil y una formas de silencios disfrazados de fraseología vana y sin sentido.

En esta revista se ha decidido gritar, vociferar, dar voces de alerta, pedir auxilio, arengar, discutir y todas las otras formas de hacerse oír a las que nos obliga una realidad doliente, un poder cruel y desbocado y una burocracia insensible, autointeresada y empecinada en la “benevola” sordera del trámite cotidiano. Esta frase parece tan poco “académica” que uno ya se imagina a viejos profesores de cábalas y formularios con una mueca de desprecio y a los nuevos profesores del “op cit” y la parrafada sin ideas con un escalofrío de “falta de rigor”.

Esta revista quiere romper con esos silencios. Existen varios. En primer lugar el de aquéllos que ni siquiera se enteran de lo que ocurre. Pareciera que nada se puede decir de ellos porque ¿ Qué puede decir quien no ve?. Pero claro que se puede decir y mucho. La costumbre del funcionamiento del sitema penal nos vuelve primero miopes y luego ciegos, pero hay una grave negligencia en dejarnos arrullar por esa costumbre. La molicie de no mirar nos vuelve ciegos. Entonces, nos nos enteramos que muchos imputdos no tienen defensa o ella no es efectiva o los defensores no tienen como entrevistarse con ellos; menos nos enteramos como se vive en las cárceles o en las comisarías o como se trata a los testigos y a las víctimas en los tribunales y tantas otras costumbres agresivas y ruines que se han convertido en rutinas, trámites, modalidades, etc. La inhumanidad de los sistemas judiciales (que no es exclusivamente una característica de la justicia penal) es sostenida diariamente por hombre y mujeres que dejan que ello sea asi. El silencio de la aceptación de la rutina es una de las formas más graves y uno de los obstáculos más fuertes a los que debe enfrentarse el proceso de reforma. Espero que esta revista puede ser un ámbito en el que se identifquen y analicen con minuciosidad esas prácticas pequeñas, pero que van construyendo la gran maquinaria de la selectividad, la violación de derechos fundamentales y la impunidad.

Existe otra forma de silencio. Es el de los textos que nos hablan de un derecho procesal penal que no tiene nada que ver con lo que realmente sucede enlos tribunales. ¡Claro que hay que ocuparse de las normas procesales!. Pero ocuparse verdaderamente de ellas significa, por una parte, comprender su finalidad político-criminal y su funcionalidad real dentro del sistema penal y por las otra detectar las prácticas concretas que se desprender de esas normas. Todavía se pretende sostener que un tipo de conceptualismo meramente clasificatorio es una buenta teoria. No lo es, normalmente es sólo eso: pura clasificación y a veces deficiente taxonomía. Aqúi no hay que dejar el tipo de derecho procesal penal ha logrado “institucionalizarse” en las universades con su “metafísica del trámite”, el abuso de la lista de definiciones y la tranquilidad del carácter “meramente instrumental” del derecho procesal, imponga su pretensión de falso rigor, que oculta el hecho de que se trata de una mera doctrina de mayor o menor nivel de abstracción, pero con muy escasa capacidad explicativa sobre el funcionamiento de los sistemas procesales. Tampoco es admisible esa otra forma de silencio que se presenta como la contracara del anterior. La visión “practica” de las llamadas “practicas forenses” que terminan por envenenar el alma del alumno haciendole creer que litigar es presentar escritos, que saber derecho es memorizar formulas sacramentales, contar plazos o aprender las trampas que demoran el juicio. Esa falsa “práctica” del gestor de tribunales se presenta como un eficiente método de ejercicio profesional y quizás lo sea. Pero es una de las razones por la que se perpetúan los peores defectos de nuestros sistema procesales y de la pedagogía universitaria.

Existe una tercera forma de silencio: el preciocismo. Claro que se pueden estudiar los temas más puntuales. No hay tema dentro del funcionamiento del sistema judicial que no sea objeto digno de reflexión. Pero siempre debe ser reconducido hacia los grandes problemas que nos interpelan. Hay una prioridad temática que nos impone la propia realidad del sistema penal, que nunca debe ser olvidada. E, insisto, esto no implica dejar de lado ningún tema si cada uno de ellos finalmente los enfrentamos a los dos problemas centrales: el de la violencia que ejerce el Estado (poder penal) y el de las libertades públicas que deben ser sostenidas frente a esa violencia (sistema de garantías).

Por eso no nos alcanza con un “garantismo de salón” que se despreocupa del funcionamiento real del sistema penal. No ha sido esa la actitud fundamente del derecho penal liberal y mucho e sus iniciadores escribian en el exilio o debían enfrentar fuertes replicas. Estaban tratando de modificar la realidad no de describirla simplemente. Esta actitud transformadora que ha tenido el pensamiento liberal originario debe ser mantenido con fuerza, pese a los costos que tiene y las pequeñas venganzas de la falsa academia, los “hombres de saber oficiales” y muchos operadores del sistema judicial. Si decir no incomoda, entonces sí creo que es mejor callarse. Provocar esa incomodidad es quizás la primera exigencia de esa “etica del decir” que hoy nos debe movilizar.

Pero claro está no todos son silencios. Hoy se ha instalado una potente retórica de la violencia, que promete mano dura, brutalidad salvadora, implacable severidad. Si miramos la historia de nuestros países veremos que quienes sostienen esa retórica han sido quien han tenido la preeminencia en el diseño y desarrollo de la política criminal y sólo nos han legado sociedades violentas, abandono de las víctimas, instituciones deficientes. Sin embargo tienen la capacidad de renovar permanentemente su discurso falaz y notoriamente ineficiente.

Con ellos hay que confrontar. Sin miedo y sin timideces. No hay que tener vergüenza en sostener las libertades públicas. Mucha gente ha ofrendado su vida por conquistarlas o sostenerlas y lo menos que podemos hacer es no sentir vergüenza de ser garantistas. Hoy como nunca se deben sostener las libertades públicas, frente a la brutalidad del nuevo Estado tecno-policial. Además hay que confrontarlos en su propio terreno, el de la eficiencia. Los retóricos de la mano dura han sido incapaces de construir instituciones eficientes. El pensamiento garantista hoy tiene una reflexión mucho más rica, diversificada y profunda sobre como construir eficiencia y proteger los derechos de las víctimas y luchar contra la impunidad estructural.

Como vemos no es difícil justificar porqué nace esta revista, vinculada a todo el movimiento de la reforma de la justicia penal en América Latina que ha renovado el pensamiento y la acción sobre nuestros sistemas penales. Difícil, sino imposible, sería justificar que ella no saliera. Por eso mi enhorabuena para todo el equipo editor y a quienes forman el Centro de Justicia y Participación.

Un último pedido, en especial para los más jóvenes: por favor, que la voz les quede ronca y que para muchos esta revista sea una brasa que les queme las manos.


ALBERTO M BINDER
INECIP